Ángeles Mastretta: extractos sobre la epilepsia

Espacio Epilepsia
9 min readJan 16, 2017

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Foto: latercera.com

Ángeles Mastretta es una famosa escritora mexicana, ganadora de prestigiosos premios nacionales e internacionales. Se formó en periodismo en la facultad de ciencias políticas y sociales de la UNAM y en 1985 publicó su primera novela, Arráncame la vida, que obtuvo el Premio Mazatlán en México y se convirtió en un verdadero fenómeno editorial, traducido a quince idiomas. Ha publicado también los libros de relatos Mujeres de ojos grandes y Maridos, que reúnen relatos cortos y textos periodísticos o autobiográficos: Puerto libre, El mundo iluminado y El cielo de los leones, y la novela corta Ninguna eternidad como la mía . En 1997, su novela Mal de amores obtuvo el prestigioso Premio Internacional Rómulo Gallegos, concedido por primera vez a una mujer.

Fuente: escritores.org

A los 14 años, le diagnosticaron epilepsia, enfermedad sobre la que habla en sus escritos de una forma muy particular y descriptiva. A continuación presentamos extractos de entrevistas o publicaciones donde la autora relata su experiencia con la epilepsia.

GQMX10: Ángeles Mastretta en el diván

Foto: Jerónimo Villar, GQ México

La epilepsia

Junto con la adolescencia llegó una enfermedad que te cambió la vida por completo: la epilepsia. Tuviste el primer ataque a los 14 años de edad. Y desde entonces el mundo se volvió diferente. La verdadera incomodidad fue que a partir de ahí te diste cuenta de que comenzabas a ser vulnerable. Pero no tenías miedo porque no entendías muy bien lo que te pasaba. Sin embargo, el resto de los integrantes de tu familia estaban aterrados. La solución era no hablar del tema. Y cuando era necesario había de referirse a las convulsiones como simples “desmayos”.

Las crisis se dividieron en dos periodos. Primero, entre los 16 y los 20 años, en los que tuviste muchos accesos repentinos con pérdida del conocimiento; el segundo fue entre los 20 y los 28 años. Una de las convulsiones más fuertes se presentó luego de un viaje que hiciste con tu familia en el que visitaron Chapultepec, La Villa y la pista de hielo. La ida y el regreso fue el mismo día. Ya en tu casa tuviste una fuerte crisis esa noche. Recuerdas que estabas dormida y, en el ataque, despertaste repentinamente a tu hermana Verónica, con quien compartías la recámara. Fue tan impactante aquel episodio que, para “dejarlo ir” de alguna manera, lo incluiste en el guión de la película Arráncame la vida (2008), en la escena donde la protagonista Catalina Guzmán de Ascencio –interpretada por Ana Claudia Talancón– se está masturbando en la cama y su hermana le pregunta espantadísima “¿Qué te pasa?”. Lo cambiaste. En realidad era uno de tus ataques de epilepsia.

Foto: Jerónimo Villar, GQ México

Seguramente habrá quien considere que las crisis de epilepsia “no son para tanto”. Y quizá tenga algo de razón. Pero de lo que ese detractor no está enterado es de la angustia con la que vivías cada día al saber que eras epiléptica. Cuando falleció tu papá y te fuiste a vivir a la Ciudad de México andabas en el transporte público con un dulce en la mano, curiosamente con una pastilla de la marca “Salvavidas”. A tu compañero o compañera de asiento, en el camión o en el metro, le ofrecías el caramelo con una sola finalidad. Independientemente de que te respondiera “Sí” o “No” lanzabas tu letanía: “Es que fíjese que soy epiléptica, pero no se vaya usted a asustar si me da un ataque…”. Tuvieron que pasar seis meses de vivir en tierra azteca para que cesara la angustia y dejaras de amedrentar a todo el mundo.

Extracto del artículo “GQMX10: Ángeles Mastretta en el diván”, Revista GQ México, http://www.gq.com.mx/actualidad/articulos/confesiones-de-angeles-mastretta/6507

La epilepsia y el pianista solitario

Imagen: Poemas del Alma

Punto y seguido: Advierto que voy a seguir hablando de mí, pero estoy segura de que ayudaré a alguien más. Ese abril tuve una crisis de epilepsia inolvidable. Volvía de Nueva York con mi amiga Dolores Lozano, habíamos tenido tres días muy ajetreados. Yo dormí muy poco y comí muy mal, eran las cuatro de la tarde y no había tomado sino un jugo de naranja. Oí acercarse la crisis, porque mis fantasmas se oían. Eran una música lejana y hermosa que nunca pude disfrutar porque sabía que tras ella vendría la pérdida de mi conciencia, los movimientos en desorden y la aflicción alrededor. Ese día puse a temblar a Lola, al avión, al aeropuerto y por fin a un horrible hospital en el Queens de Nueva York al que me llevaron de urgencia. Ahí unas enfermeras muy insolentes le preguntaron a Lola qué medicinas tomaba yo y la pobre sacó de mi bolsa un pastillero con seis distintas píldoras sin nombre, ni apellido. Eso sí, de colores. Creyeron que éramos un par de drogadictas llegadas a la madurez con el síndrome de los sesentas. Trataron muy mal a la pobre de mi amiga, -que según ella misma parecía loca-, a quien yo no le había explicado lo que me pasaba porque lo creía parte de un tiempo sin retorno. La pobre se pegó un susto espeluznante y llamó a Héctor que llegó desde México la mañana siguiente. Para colmo, al oírla, ni mi mamá, ni Héctor, ni Verónica, únicos testigos vivos de mis otras convulsiones, le creyeron que el incidente había sido tan terrible y largo como lo contaba. Ellos nunca habían visto algo así. Lo que habían visto era menos escandaloso. Ésa fue la primera crisis larga. Hubo otras dos. Una pena que por fortuna he saltado. Lo cuento por eso. Porque sé que hay quienes tienen amores cercanos que pasan por estos líos y están afligidos con este achaque que alguna vez se consideró asunto del demonio. No se lastimen. Tiene remedio. Cosa de medicinas y disciplina. No café, no alcohol, no poco sueño. Suerte que nos tocó vivir en estos tiempos. Hay remedio. No se aflijan. Y si quieren alguna ayuda dejen aquí abajo su correo.

Punto y aparte: Leer lo que escribí entonces me ha dado otra razón más para estar agradecida con la vida por el modo en que ahora me trata. Con la vida y con Dolores Lozano y, sin duda, con el viajero de la casa. También con el doctor Estañol, el doctor Goldberg, el doctor Laventman y la doctora Eliashev.

Fuente: Extracto de “La epilepsia y el pianista solitario”, http://www.elperromorao.com/2010/07/la-epilepsia-y-el-pianista-solitario/

Fiel pero importuna

“Esa es una enfermedad de genios”, me dijo hace mucho uno de los amores imposibles con los que he dado en la vida. Era poeta y tenía casi sesenta años más que yo. Podía haber sido mi abuelo, si yo hubiera salido de él. Pero fue mi amigo- amigo, como pocos he tenido, y aún lo lloro de sólo recordarlo. Desde sus ochenta y siete, aquel hombre siempre guapo, me dijo eso de los genios para consolar la zozobra que me daba ir, cuando joven, con un mal que a la fecha, es a mí, lo mismo que es a Miguel Hernández la pena: “Siempre a su dueño fiel, pero importuna”.

–¿De qué color tendría los ojos tu epilepsia?– quiso saber mi hermano.

–Grises–dije.

–¿Cómo los de quien?

–Como los de un fantasma perdiéndose entre el paraíso y el olvido.

–¿La muerte tendría sus ojos?

–Ojalá, porque sería una muerte casi sorpresiva, pero me daría tiempo para dejarle dicho al mundo y a quienes amo en él, cuánto los echaré de menos.

–¿Da tiempo para decir algo?

–Casi siempre. Podrían ser acertadas si uno supiera que en vez de ir a perderse en un abismo, –del cual hay un retorno extenuante y una especie de vergüenza triste por haber asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador–, uno pensara, como cuando la muerte avisa, que está diciendo un adiós sin regreso.

–¿Da tiempo de ver algo? ¿de oír algo?

— Hay quien ve luces o imágenes o sueños. Yo no. Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que acarician, siento una música que parece un sueño. Sería un júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí que le tema tanto como me agrada. Sin embargo, es hermosa. Aseguro que si otros pudieran oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de compositor se creería que hay en un vericueto de mi cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos aún, sobre su corazón.

–Escríbele un poema.

–No sabría cómo. Mirarla puede ser un poema atroz. Para decirla habría que ser Jaime Sabines o Neruda. Yo la siento. Puede ser un temor, pero también un desafío. Yo he querido verla como un desafío. Así supieron verla quienes me crecieron. Así me ayudaron a buscar la vida en lugar de a temer sus desvaríos.

Epilepsia se llamaba en los papeles médicos lo que en mi casa siempre se llamó vagamente “desmayo”. Epilepsia: tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de amanecer. Haría entonces unos cinco años que habían empezado los “desmayos” y yo no les temía, porque simplemente no sabía lo que eran. Me daba tristeza llamarla epilepsia, pero luego aprendí que tristeza da de cualquier modo. Y que el cansancio es parte del juego todo. Del extraño juego que es vivirla como una dádiva inevitable.

Cuando encontré los papeles, me había mudado a vivir a la ciudad de México. Aún no era el monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso. Porque uno podía perderse en sus entrañas, recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de prisa por calles con nombres tan magníficos como “Callejón de la amargura”.
No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a los epilépticos al Hospital General. Los encontré. Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían crisis cada cinco minutos. Eran, de seguro, personas que fueron abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias que terror. De cualquier modo en muchos meses no volví a subirme a un autobús sin un tubo de “Salvavidas”. Esos caramelos de colores, que no sé si aún existan pero que me ayudaban a iniciar conversación con mis vecinos de banca para decirles que podría pasarme algo raro, que luego describía tan de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba como me habían nombrado. Lo único que conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada nunca.

Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de pasiones nuevas como la vida misma y, en menos de un año, volví a perder hasta la precaución, ya no se diga los temores. Más tarde encontré, para mi paz, tres grandes médicos. Ellos no sólo conocen los devaneos del demonio con ojos grises, sino que me han enseñado a olvidarlos de tal modo que no acostumbro hablar de eso, que duermo menos de lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de un trago de vino.

¿Qué otros nombres le pondría a la epilepsia? ¿Qué tipo de conocimientos, de intimidad, de frustración, de dicha, -incluso-, me ha dado? Puede dar para un libro, pero será otra tarde.

Fuente: Extracto de “El cielo de los leones”, Ángeles Mastretta, https://lastresyuncuarto.wordpress.com/2009/01/05/angeles-mastrettafiel-pero-importuna/

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Imágenes:

  • latercera.com
  • Jerónimo Villar, GQ México
  • Jerónimo Villar, GQ México
  • Ketzalzin Almanza, aristeguinoticias.com
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